viernes, 7 de marzo de 2014

Erminia

Esa mañana me levanté cansado, apesadumbrado y taciturno. Era martes, y como todos los martes de aquel mes de las lluvias, me dispuse a coger un yogur y una cuchara de la cocina, y a dar mis paseos matutinos por la casa. Al entrar en el salón encontré a Pericles, mi mono parlante, sentado en el sofá comiéndose uno de mis yogures de fresa. Él no utilizaba cuchara, simplemente metía su lengua de simio en el bote. Aquello me dio qué pensar: ¿por qué demonios yo tenía que utilizar una cuchara mientras que él podía comerse los yogures con la lengua? Es más, ¿a quién demonios se le ocurriría la invención de la cuchara? Mi mente divagó a través de episodios y episodios del programa infantil "érase una vez los inventores", pero no encontré al susodicho autor de tal artefacto diabólico.

Quizá fuera alguna de esas mujeres regordetas y bonachonas de años ha, que limpiaban la casa de algunos grandes aristócratas, y que caían lócamente enamoradas de su jefe el señor archiduqe de Windsor. Seguro que además esta mujer tendía un nombre común pueblerino como Erminia, o Manoleta y pasase los días en casa de sus señores guardando su amor en secreto, y desviviéndose por el orden, la pulcritud y las buenas comidas con fundamento en el hogar. Aprovecharía cualquier gesto del señor de la casa para fantasear y buscar recónditas pistas que la llevasen a descubrir su amor prohibido por ella. Ya sabéis, la pasión escondida en esos comentarios de "qué bueno estaba este cocido señora Erminia", o "cuán blancas ha dejado usted las sábanas".

Erminia viviría feliz y encandilada hasta que llegado un día de aciagas casualidades, escucharía una conversación de la Señora de Windsor poniéndola a parir, y acompañada por los mofosos comentarios del señor que ella tanto tenía en estima. A partir de ese punto ella cambiaría completamente, e igual que en alguna moderna y galardonada serie de la FOX, decidiría volverse malvada, comenzar a putear a sus jefes y, como se decía en su pueblo, "ser ella quien podase la linde".

Al principio serían banalidades como robar joyas familiares enculpando al jardinero, o drogar a los abuelos de la familia, pero poco a poco se irían endureciendo hasta convertir a Erminia en un auténtico peligro para la sociedad en general. Todo culminaría cuando Erminia forjase en secreto 9 cucharas para los nueve integrantes de la familia, y se las diese haciéndoles creer que eran inventos supernovedosos venidos de América, y que les ayudarían a comer mejor y a ser más felices. Lo haría para putear, para que tardasen más en comer y hacerles malgastar tiempo de sus vidas. Con esto, la transformación de Erminia en un personaje diabólico dentro del gran libro de la historia se habría culminado.

No obstante, y no os penséis que todo era horrible, siempre hubo un atisbo de humanidad en Erminia, que afloró cuando se dió cuenta del daño que había hecho: los niños se sacaban los ojos con las cucharas, la familia se pasaba el día orinando por comer tanta sopa, y un sin fin más de despropósitos. Esto no quedó aquí, sino que las cucharas se extendieron por el mundo rápidamente como si fueran una nueva droga de diseño, sembrando el desconcierto y el caos por allí por donde pasaban. Erminia se arrepintió de todo el mal que había hecho; se arrepintió de haber tratado de convertirse en una mala persona cuando ella en realidad no era así, cuando era una mujer bonachora que por el día limpiaba la casa de sus señores y por las noches volaba en escoba y cocinaba niños en un caldero. En su gran cabeza pensante, tuvo la idea de alertar al mundo sobre el daño que las cucharas podrían hacer en sus vidas. Como no tenía contactos en los periódicos, decidió ir a las grandes casas fabricantes de lacteos para que imprimiesen su mensaje de alerta en el reverso de las tapas de los yogures. El mensaje iba a ser algo así como: "cuando alcanzamos el cúlmen de la mentira y el desengaño, sólo existe una forma de encontrarnos de nuevo a nosotros mismos; una vez perdidos sólo existe una opción, y es tomar el camino que nos devuelve a casa... ah, y las cucharas con malas". Así, todo el mundo sería consciente del horror que se había cometido. Como era una mujer poco agraciada, e incluso aún menos fotogénica, nadie le escuchó y jamás se imprimió tal advertencia. Y si a esa mujer la hubieran escuchado en aquel momento, yo quizá hubiera abierto mi yogur, hubiera visto el reverso tenebroso de la tapa, y ahora sería feliz desayunando con la lengua, tal y como hacía Pericles. Y quizá, sólo quizá, hubiera habido más inviernos, más paseos por la tierra prometida, e incluso habría podido volver a ver aquel gorro blanco de lana. Pero no. En el dorso de mi yogur sólo había una foto de Danonino, dolor, humillación, y una enorme sensación de perder el tiempo de mi vida.

Pericles me miraba desde el sofá con gesto indiferente. A él no le importaban las cucharas, él no tenía preocupaciones.

Cartas

Abrió el cajón de la cómoda y sacó una carta que había recibido por primera vez hacía 26 años. En su interior tan sólo una frase corta, un movimiento en coordenadas de una figura de ajedrez. Y como ésta, una eternidad de cartas más.

Sabía que volvería a perder la partida una y otra vez. Para la próxima ocasión, al igual que en las anteriores, recibiría el jaque tranquilo, indiferente. Se sentaría una vez derrotado y contemplaría las fichas aún en pie en el tablero. Entonces volvería a recordar aquel invierno de hacía ya más de dos décadas. Las noches vírgenes de oscuridad y el frío capaz de quebrar los dedos de las manos. Y en mitad de los escalofríos, ella con su gorro blanco. Uno de estos de lana, con una borla en el extremo. Por más que se lo preguntase no llegaría a entender por qué en aquel momento tuvo la estúpida idea de relacionarla con un alfil. Pensaría de nuevo en que, quizá con aquel gorro en la cabeza, ella y la figura tuvieran la misma forma, cierto parecido al fin y al cabo, Quizá para una mente como la suya de hecho lo tuvieran; debían tenerlo. De cualquier manera, darle vueltas a aquella fatídica ocurrencia sólo volvería a hacerle sentir ridículo, absurdo. Una vez más.

Llevaba muchísimos años jugando al ajedrez, y desde que la conoció nunca estuvo tan cerca de ganar una partida a este juego como durante aquel invierno. De hecho en 26 años no lo habría logrado ni una sola vez y, lejos de la frustración, al acabar una partida siempre había sentido vacío. El mismo vacío de las noches sin ella. Lo cierto era que, después de todo, desde aquel invierno hacía ya más de dos décadas, jamás había vuelto a perder un sólo alfil sobre el tablero.