viernes, 7 de marzo de 2014

Cartas

Abrió el cajón de la cómoda y sacó una carta que había recibido por primera vez hacía 26 años. En su interior tan sólo una frase corta, un movimiento en coordenadas de una figura de ajedrez. Y como ésta, una eternidad de cartas más.

Sabía que volvería a perder la partida una y otra vez. Para la próxima ocasión, al igual que en las anteriores, recibiría el jaque tranquilo, indiferente. Se sentaría una vez derrotado y contemplaría las fichas aún en pie en el tablero. Entonces volvería a recordar aquel invierno de hacía ya más de dos décadas. Las noches vírgenes de oscuridad y el frío capaz de quebrar los dedos de las manos. Y en mitad de los escalofríos, ella con su gorro blanco. Uno de estos de lana, con una borla en el extremo. Por más que se lo preguntase no llegaría a entender por qué en aquel momento tuvo la estúpida idea de relacionarla con un alfil. Pensaría de nuevo en que, quizá con aquel gorro en la cabeza, ella y la figura tuvieran la misma forma, cierto parecido al fin y al cabo, Quizá para una mente como la suya de hecho lo tuvieran; debían tenerlo. De cualquier manera, darle vueltas a aquella fatídica ocurrencia sólo volvería a hacerle sentir ridículo, absurdo. Una vez más.

Llevaba muchísimos años jugando al ajedrez, y desde que la conoció nunca estuvo tan cerca de ganar una partida a este juego como durante aquel invierno. De hecho en 26 años no lo habría logrado ni una sola vez y, lejos de la frustración, al acabar una partida siempre había sentido vacío. El mismo vacío de las noches sin ella. Lo cierto era que, después de todo, desde aquel invierno hacía ya más de dos décadas, jamás había vuelto a perder un sólo alfil sobre el tablero.

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